La sinceridad es una de las virtudes más valoradas en el ser humano. Una persona sincera es una persona de la cual nos fiamos, nos sentimos cercanos, e incluso nos sentimos seguros porque sus palabras expresan su verdad. No siempre la sinceridad es dulce, amistosa, amable… en ocasiones, su manifestación puede dolernos por la carga o crudeza que ella pueda hacernos visible. Su realidad bella y agradable, en los buenos momentos, puede convertirse en agravio, dolor y tristeza en situaciones poco favorables, por eso la sinceridad es un valor poco habitual en las personas, no por despecho, no por cobardía (que también) o por falta de valor, sino porque no queremos ser provocadores de abatimientos o desánimo, tanto en nosotros, como en vidas ajenas.
¡Pero! hay una sinceridad que nunca debemos evadir, una sinceridad primera y primordial que debe siempre presidirnos: la sinceridad con nosotros mismos.
Ser sinceros con nosotros mismos, no es tarea fácil. Intervienen muchos intereses en esa relación: los de nuestra mente, nuestras prioridades, nuestros deseos, nuestros anhelos y aspiraciones, nuestros gustos, nuestras ansias… pero en la verdad nuestra, la propia, la individual, la personal… todo, absolutamente todo, deberíamos pasarlo por el corazón y el alma, verdadero taller de claridad y transparencia. Pasarlo por el tamiz de nuestra sinceridad es reconocer y ver lo que ella nos dice. ¡Que lo llevemos a término o no, es otro cantar! Pero el sentir interior, la vida del alma nunca usará con nosotros artimañas, ni embustes, porque no hay telón que oculte nuestra verdad, en lo más íntimo de nosotros.
martes, 25 de septiembre de 2007
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