El paso de los días siempre nos traen novedades o cambios, generalmente los notamos porque tienden a la situación opuesta a la que estamos viviendo. Después de la tormenta viene la calma, después del invierno la primavera, después de la noche nace el amanecer…
No hay pasar de días en los que el caminar del tiempo no deje su huella, felizmente es bueno que así sea y en todos los sentidos. Si nuestra vida abrazara siempre la felicidad o siempre la desgracia sería realmente insoportable. Una eterna felicidad nos daría la monotonía de no saber apreciar la dicha de nuestro transitar por esos mundos de Dios y una constante desgracia nos hundiría en el más profundo de los abismos ante el riesgo de abortarlos nosotros mismos.
El tiempo pasa y lo hermoso de ese pasar es sentir que uno está vivo, que se está en este mundo para lo bello y también para lo que no es tan bello. El contraste de los días hace que nuestra vida tenga sentido y que nuestra existencia tenga un por qué. Nuestra andadura se va andando a través de nuestros pasos y de muchos de ellos guardamos algunos retazos, algunos momentos que quizás sin saber por qué se convierten en eternos. Son esas vivencias intemporales, instantes que ya carecen de lugar y de tiempo, pero que forman parte de nosotros como si fueran materia inherente a nuestra corporalidad. No siempre son los momentos más felices o los más dulces, pero un momento dado o un suceso determinado puede quedar como grabado a fuego en nuestra memoria, pertenece a nuestra eternidad, es un instante de vida que habita en nosotros en un eterno presente.
Y la vida sigue. El encanto de la vida, de esta vida nuestra, la de cada uno, aquello por lo que merece ser vivida no es el resultado al final del recorrido, sino el vivir los momentos con intensidad, sean los que sean y darse cuenta que el pasado es algo que no podemos cambiar, hay lo que hay y nosotros somos lo que somos, pero a partir de este ahora tenemos en nuestras manos todo el resto de nuestra vida.
martes, 30 de octubre de 2007
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